miércoles, 4 de abril de 2012

Junto a la cordillera

Escribí este relato hace un par de años, postrado en mi cama, recuperándome de un severo accidente de tránsito que fácilmente pudo haber acabado con mi vida. Enyesado y sin mucho que hacer, la inactividad me propuso relatar mis historias que en ese momento (pensé) podían haber sido las últimas. Procedo a publicarlas por recomendación de una amiga, quien asegura que pueden ser del interés de muchas personas.



Difícilmente en otro momento me hubiera animado a relatarles esta aventura, que procuraré plasmar íntegramente en los próximos párrafos. Cada detalle es de suma importancia y la veracidad de estos hechos todavía me lleva a esbozar una sonrisa cuando los recuerdo, añorando poder revivirlos cuando esté nuevamente en condiciones.

Para que entiendan un poco más, procedo a presentarme. Me llamo Fernando, y estoy aquí para hablarles exclusivamente de mis experiencias con el BDSM. Si no sabes qué es, puedo resumírtelo en una forma de vivir la sexualidad mediante la dominación y la sumisión. La sigla está compuesta por algunas de sus cualidades: Bondage, dominación, sadismo y masoquismo (si quieres aprender más al respecto, en internet hay mucha información y te sugiero que no pierdas más tiempo, porque podrías estar desconociendo una íntima faceta de tu sexualidad que por lo menos a mí, me cambio la vida -y para bien-). En esto, el amo y dominante soy yo.

Los hechos que procedo a relatar sucedieron en diciembre del año 2008. En esa época me encontraba pasando por una buena etapa de mi vida, mi reputación como profesor particular de música me permitía llegar a fin de mes sin ningún apuro y aportando a los gastos comunes del hogar de mis padres, donde todavía residía. Por las noches normalmente utilizaba internet, que por esos años dejaba poco a poco de ser un lujo, y la mayoría de la gente ya conocía los conceptos de chat y correo electrónico, e incluso se conectaban desde sus hogares. Yo regularmente revisaba mi e-mail, puesto que muchos alumnos me contactaban por este medio para hacerme consultas y programar futuras clases.

Un día, al ingresar a mi bandeja de entrada, me encuentro con dos correos de la misma detestable especie: spam, o publicidad no deseada. Ambos anunciaban un sitio web para conocer gente, lo cual en su momento no llamó mi atención. Pero al cabo de unos días, esa molesta publicidad que seguía llegando periódicamente se cambió de vereda, causándome una pizca de curiosidad que sumada a mi ocio, se volvió la razón por la cual ingresé a dicho sitio. De buenas a primeras parecía ser un fraude, con perfiles de gente que usaba fotos de otros para tratar de colar, pero al cabo de un rato y de familiarización pude darle un buen uso. Colgué algunas fotos mías, las típicas donde toco guitarra en un escenario, otras donde estoy en el campo y la más popular, una en que salgo en traje deportivo recibiendo mi medalla de bronce por una competencia de natación. Dicha fotografía con el paso de los días iba recibiendo una que otra adulación, sin ser mi cuerpo el de un modelo o nadador profesional, pero la soledad, la distancia y la falta de competencia en este creciente medio, dotaba a algunas mujeres de la personalidad suficiente para emitir desvergonzadamente sus pícaros comentarios.

Luego de varias conversaciones con señoritas de diversas edades, me topé con Leonor y su inocente "hola guapo". Ella, cercana a cumplir cuarenta años, me llevaba una década de ventaja. Casada, con dos hijas y una particularidad: situación socioeconómica sobresaliente. Vivía en un condominio de los barrios altos de Santiago, cerca de la cordillera, en una casa con un patio donde cabían diez de los míos.

Entre varias conversaciones nos fuimos conociendo virtualmente. Ella me encontraba interesante, yo a ella exquisita. Sus abundantes fotos (producto de su ego) la mostraban con una piel muy bien cuidada, sus leves arrugas eran casi invisibles y lo más fenomenal era su cuerpo, que no demostraba que por allí habían salido dos criaturas, producto del gimnasio que se vanagloriaba de tener en casa, y quizás alguna ayuda del quirófano pagada por su pudiente y sedentario esposo. Su pelo naturalmente rubio y su bronceado semi-artificial la hacían lucir atractiva para cualquier hombre. Según pude enterarme, estudiaba una carrera vespertina al mismo tiempo que se encargaba de la crianza de sus hijas, de cuatro y cinco años. Lo cierto es que su nana le aligeraba bastante el trabajo. Era habitual verla pasar horas conectada a internet, lo cual yo aprovechaba y la abordaba siempre que podía. Fue entre esas conversaciones que zanjábamos confianza y poco a poco se asomaba el sexo entre nuestros temas recurrentes. Hasta que terminamos hablando de nuestras aficiones y llegamos al tema del BDSM, completamente desconocido para ella, que sintió una curiosidad que no tardaría en manifestarme. Cuento corto, programamos un encuentro en su gran casa para dos días después, en que su esposo se iría de viaje. Yo iría supuestamente a hacerle clases de música, pero los dos sabíamos que era mentira, o al menos eso creí en un comienzo. La única función de mi guitarra en ese momento fue esconder dentro de su caja acústica la suave soga que usaríamos más adelante para hacerle conocer de cerca la magia del BDSM.

El día llegó rápidamente, y me encaminé en el largo trayecto entre mi comuna y la suya, con la emoción de poder tener en mis manos a una sumisa tan apetecible. Al mediodía yo ya llegaba al condominio, donde me dejaron entrar luego de dejar mi carné. Al llegar a su casa, luego de caminar varias cuadras, me atendió su nana, una joven morena con cinco años menos que yo, muy bien educada y amable. Llevaba unos pendientes con simbología mapuche en las orejas. Me hizo esperar en el living y mediante un vaso de néctar con hielo calmó la feroz sed de verano que se notaba en mis labios secos.

"La señora dice que suba" fue lo último que me dijo la joven empleada, por lo que subí la escalera de la casa de tres pisos, guitarra al hombro, esperando lo mejor. Y allí estaba ella, en el segundo piso, tan deliciosa como sus fotos decían. Sentada en una máquina de pesas ejercitando sus brazos, empapada en sudor, vestida con traje deportivo.

- ¡Fernando! ¿Cómo estai? Qué bueno que llegaste, mi niño.

Luego de un beso en la mejilla como saludo me hizo esperar allí mismo mientras se duchaba. Fue inevitable imaginarla desnuda refregando su abultado pecho o sus fértiles caderas, por lo que una erección empezó a saludarme en mi intimidad. Mi decepción no fue tal al rato que salió del baño llevando un vestido de primavera, un poco escotado, cuyo límite estaba encima de las rodillas. Claramente quería provocarme, o eso pensé en ese momento.

- Voy a decirle a la Karina que lleve a las niñas al mall, vengo enseguida y empezamos con la sesión.

Leonor llegó al minuto con dos vasos llenos en sus manos, me entregó uno y tomó del suyo. En eso se acerca a mí y me da un abrazo.

- Fuiste muy lindo en venir, mi niño.

Me confesó que dudó en un momento lo que pretendía conmigo, pues nunca le había sido infiel a su esposo, pero no podía esconder sus ganas por aventurarse en mi mundo sexual, desconocido para ella, y la humedad que poco a poco empapaba su calzón la delataba.

- ¡Enséñame lo que viniste a enseñarme, todo lo que me hablaste de tus juegos, cuerdas y esas cosas! - Me dijo en un arrebato de sinceridad.

Su petición fue el puntapié para lo que ambos estábamos esperando, ella con sus dudas ya disipadas. Mi reacción fue inmediata, pues el permiso para encarnar los roles ya estaba dado. La tomé del cuello con mi mano izquierda, sin ser demasiado brusco, y con la derecha le di una bofetada en cada mejilla, las cuales se tornaron rojas por el impacto. Me miró impactada, pero antes que dijera nada le declaré:

- Entonces, soy tu amo. - Cuando se lo dije, sus ojos brillaron. - Y lo primero que harás será pagar tu castigo por haberme hecho esperar, y por el tiempo que hemos perdido. - Aún sujeta del cuello, acerqué su rostro al mío y besé sus labios, que me devolvieron el beso, ante lo que respondí con mordidas juguetonas que le hicieron doler. Luego, me senté en un sofá. - Ahora arrodíllate, perra. Y ven aquí, porque te voy a castigar.

Su impresión se desvanecía a medida que iba entrando en terreno y entendiendo mis normas. Se arrodilló a un lado mío, posando su torso sobre mis piernas, dejando su carnoso y brillante culo apuntando hacia el lado.

- Ahora vas a conocer cómo trabajan mis manos, puta. Tu castigo será de diez nalgadas, pero antes... - Saqué una mordaza y la acomodé en su boca.

Acto seguido, despejé completamente la tela del vestido de sus relucientes nalgas, las cuales procedí a acariciar brevemente, para suavizar su piel, e inmediatamente le azoté con la palma de mi mano, tan fuerte que el impacto se oyó por toda la habitación. Intentó quejarse, pero la mordaza no permitió que gritase. Su nalguita derecha se enrojecía.

- Es sólo la primera, pero tú te lo has buscado.

Con mucha fuerza volví a azotar su trasero, una y otra vez. En sus ojos se asomaban unas tímidas lágrimas. Yo continué con los azotes, que ya tenían su culo completamente rojo de ardor. La marca de mi mano se difuminó entre las marcas posteriores. Hasta que llegó la décima nalgada, y mi fuerte mano pudo descansar.

- Esto es sólo el comienzo. Debo aclararte algo: el BDSM no es un juego, como tú pensaste. Es una forma de vida, y en esta forma de vida yo soy el que da las órdenes y los castigos. Tú eres mi esclava, mi sumisa, mi puta. Cada acto de vacilación de tu parte lo sancionaré con toda mi crueldad, y no intentes desobedecer. ¿Está claro?

Aún amordazada, asintió. Ya no parecía tener miedo, y las lágrimas que caían de sus ojos no representaban el dolor que parecía haber comenzado a disfrutar. Procuré no ser tan duro con ella, porque era su primera sesión. Sus diez años de matrimonio fueron tiempo perdido en el autoconocimiento de su cuerpo y el placer, y lo noté cuando deslicé mis dedos por debajo de su ropa interior y toqué su vulva, húmeda y caliente.

- Algo ha pasado por aquí. Veo que eres más puta de lo que aparentabas. Ahora, desabróchame el pantalón y bájamelo.

Hizo caso inmediatamente, algo temblorosa. Deslizó mi pantalón y mi ropa interior por mis piernas hacia abajo, dejando mi miembro erecto al descubierto. Su impresión era evidente. En sus años de insatisfacción sexual no había visto más penes que el de su esposo, que seguramente se ahogaba en un grasoso pubis, producto de una vida empresarial y sedentaria. El mío no es una maravilla de las proporciones, pero no se queda atrás. Su extensión está dentro de la media, pero su grosor ha sido motivo de admiración de todas mis muchachas. Sumado a mi corta estatura, parecía tener un monstruo entre las piernas, y en materia de penes, las mujeres se dejan decantar por las ilusiones ópticas. Leonor no hubiera sido la excepción a las adulaciones, pero su mordaza le impedía emitir comentarios.

- Eres muy torpe, ¡te dije sólo los pantalones! - Me miró con una mezcla entre miedo y curiosidad. - Ahora tendré que castigarte nuevamente. Eres tan estúpida que sales de un castigo para entrar en otro. Yo no perdono, perra.

Me puse de pie y con ella aún de rodillas, la tomé del pelo, tirándole de éste. Su largo cabello rubio se extendía junto con su cuello y espalda que debían erguirse. Tomé mi pene erecto con mi mano derecha, y lo usé para golpearla con todas mis fuerzas en su mejilla. Evidentemente el dolor no se comparaba al de las nalgadas, pero la humillación se hacía notar en sus ojos llorosos. En ese momento dudé que lo estuviese disfrutando, pero su mirada cómplice y curiosa me pedía más, por lo que mis dudas se disiparon y un segundo golpe se hizo ver en su otra mejilla. Luego, golpeé con mi glande su frente, sus cejas, su nariz y mentón, repetidas veces. Ella cerraba los ojos, lo disfrutaba con un morbo indigno de una primeriza. Con su rostro ya castigado, procedí a quitarle la mordaza.

- Tu castigo no ha terminado. - Le dije. - Dime quién manda.
- Tú mandas. - Respondió inmediatamente. Con mi pene la azoté nuevamente en señal de castigo.
- ¡No me tutees!
- Usted manda... - Otro golpe la sorprendió.
- ¡Debes dirigirte a mi como tu amo!
- Usted manda... mi amo. - Un último golpe le llegó en la cara.
- ¡No dudes!
- ¡Usted manda, mi amo!
- Así está mejor, puta. Ahora abre tu boca.

Me hizo caso inmediatamente, con cierta ansia, por lo que procedí a introducirle mi pene, rojo por haber sido usado como herramienta de castigo. Ella dulcemente comenzó a chuparlo, y a pasear su lengua por toda la extensión de mi miembro.

- Eso no es lo que te dije que hicieras. Debes limitarte a hacer lo que yo digo, y te evitarás los castigos.

Tomé su cabeza con mis dos manos, e introduje con fuerza mi pene lo más adentro de su boca que me fue posible. Intentó zafarse, el impacto fue duro para ella. Su esposo jamás la había forzado a algo así. Antes de que el reflejo del vómito llegase, la separé de mí. Sus ojos lloraban, y su boca botaba mucha saliva.

- Tu garganta es sorprendente. - Le dije. - Para ser tu primera vez, has resistido mucho. Otras muchachas en tu lugar habrían vomitado enseguida.

Enrojeció por mi comentario, que pese a lo grotesco, la animó. Enseguida volví a introducirle mi pene en su pequeña y tortuosa boca.

- Ahora prepárate.

Tomada de la cabeza, comencé a mover mi pene hacia adentro y hacia afuera, como si de un coito se tratase. Su garganta emitía sonidos de queja y sus ojos seguían lagrimeando. Cada vez botaba más saliva. Su rostro demacrado me suplicaba que fuera más suave. Estaba tan caliente que sentí que si seguía así por un minuto más, acabaría en su boca, y yo no quería eso, por lo que la solté. Tomó una bocanada de aire y se secó las lágrimas con el antebrazo. En el suelo, con las piernas hacia un lado y su vestido aún recogido, pude ver lo húmeda que estaba, aún agitada al respirar. Me agaché a su altura y la abracé.

- Lo estás haciendo muy bien, Leonor. Sigue así y tendrás tu premio.

En sus ojos aún llorosos y suplicantes, vi que se merecía un descanso. Así que le ordené:

- Baja a la cocina y tráeme un vaso de agua con dos hielos. ¡No te demores!
- Sí, mi amo.

Mientras hacía caso, yo aproveché y saqué la cuerda de la caja acústica de mi guitarra. Una cuerda de siete metros, hecha de algodón. Mi compañera de aventuras. Mientras la desenrrollaba, Leonor llegó con el vaso que le pedí.

- Buena chica. Quédate de pie. - Tomé un poco de agua, y tomé los hielos con mis dedos, para luego introducírselos en el sujetador, uno en cada teta. Sus pezones comenzaban a erguirse de frío. - Tienes unos senos hermosos, que ahora me pertenecen.

Su voluminoso pecho ahora lucía a través de la ropa dos hielos que poco a poco se volvían agua, y dos pezones del tamaño de dos grandes almendras.

- Esas tetas no son naturales. Seguro tu esposo desembolsó dinero para agrandártelas y calentarse. - Le dije convencido.
- Mi amo, son naturales.

No me lo creía. Eran muy redondas. Las toqué y apenas mi mano las cubría. A decir verdad, nunca había tocado una teta con silicona, pero éstas eran de carne. No entendía cómo pude ser tan descuidado. Eran suaves y cálidas. Su gran tamaño y el contacto con mi mano volvió a levantar mi pene de su breve letargo.

- Mira lo que has hecho, puta. - Le froté mi pene en su vestida pero húmeda entrepierna. Decidí que ya llevaba mucho tiempo vestida, por lo que le quité el vestido, dejándola sólo en ropa interior. Leonor sabía provocar. Su abdomen suavemente marcado, su cuerpo de veinteañera y su gran dotación carnal me calentó tanto que temí perder mi rol dominante por un momento, pero para mantener la compostura hay que estar concentrado, y mi concentración en el rubro llevaba algunos años de práctica. Le retiré el sostén, dejando descubiertas sus dos grandes tetas, y procedí a chupar sus pezones. Ella gemía dulcemente mientras yo disfrutaba de esta mina de oro sexual, frotándome la cara entre sus senos, pellizcando sus pezones y acariciando mi pene, deseoso de entrar en combate. - Arrodíllate.

Me hizo caso enseguida, y le escupí entre los senos. Puse mi pene, erguido y duro como una roca. Le tomé las tetas y empecé a hacerme una rusa con ellas. Eran tan grandes que mi pene se perdía al compás del movimiento, y salía a saludar, chocando con su collar de oro. La calentura se notaba en el calor de nuestros cuerpos. Pero yo había venido a enseñarle, y no podía irme sin haberle enseñado a permanecer atada.

- ¡Párate! - Le ordené. Tomé la soga que había sacado de su escondite, y la deje reposar en su cuello, con ambos extremos bajando por la parte frontal de su hermoso cuerpo. Comencé a trabajar con tres nudos a la altura de su torso, para luego hacer cruzar la soga por su entrepierna, aún con el húmedo calzón, y finalmente até los nudos finales alrededor de sus tetas y espalda. Mi obra de arte estaba lista, y ella contemplaba su cuerpo frente al espejo como nunca antes. Estar atada con un nudo shibari la emocionó mucho. Sus extremidades estaban libres. Sus tetas se realzaban entre la soga que las presionaba. Realmente se veía hermosa. - Ahora que estás lista, camina hacia la escalera.

Me hizo caso, pero enseguida notó algo especial. Mi trampa estaba activada. El roce de la soga con su vulva y clítoris, a través de la ropa interior, provocaban en ella pequeñas ráfagas de placer por cada paso que avanzaba. Al llegar a la escalera le ordené subir hacia el tercer piso. Estos pasos la calentaron aún más. Noté su expresión a punto del orgasmo. Yo la llevaba sujeta de la cintura, por si perdía la fuerza. Esos gemidos eran sinceros, estaba disfrutando algo nuevo. Al llegar al último peldaño, la hice sentarse. La fricción hizo de las suyas, y dejo salir de su garganta un gemido muy fuerte. Había tenido su primer orgasmo.

Con el rostro lleno de risa se tendió en el suelo, con sus piernas desnudas colgando por los peldaños. Yo ahí, con mi pene duro y deseoso de acción, me lancé sobre ella. Con mi cuerpo pegado al suyo y el morbo a mil, le susurré unas palabras:

- Esto se termina cuando yo decido que termine.

Acto seguido, rompí su calzoncito, empapado y apretado por las cuerdas, y su flameante vagina quedó al descubierto. No hizo falta mayor prefacio, mi pene era bienvenido en sus entrañas. Entré fácilmente en su cuerpo, al tiempo que ella gemía como si le hubieran vuelto las energías. Su humedad y calentura me quemaba el pene erecto y deseoso de continuar. Empecé a mover mi pelvis, ella no dejaba de gemir. Sus enormes tetas desparramadas sobre su pecho también bailaban al compás de nuestra acción carnal. Se las azoté mientras la penetraba, dejándole una con un costado rojo. Le dolía, pero lo disfrutaba. La tomé del cuello suavemente, como si fuera a extrangularla lentamente, y eso la calentaba más. No opuso resistencia a mis vejaciones. De a poco fui sacando a la luz una pasión oculta en una mujer desaprovechada e insatisfecha sexualmente. Una mujer con dinero pero sin felicidad; acostumbrada a dar órdenes, pero que hoy se volvía mi sumisa. En gratitud le respondí con los mejores orgasmos de su vida. Ella habrá acabado unas cinco veces esa tarde, yo sólo una. Mi eyaculación fue tan cruel como mis azotes: retiré mi pene de su agujero y aprovechando su posición de desventaja en el sillón de la casa (cambiamos de ubicación varias veces) le abrí el párpado del ojo izquiedo con mi mano izquierda, mientras que con la derecha meneaba los movimientos sobre el tronco que me hicieron concluir mi orgasmo, apuntando directo a su pupila, la cual enrojeció al contacto con mi semen. Amo esta cerdería. Con su ojo irritado y sus pestañas salpicadas la llevé al baño. Le retiré las sogas y la hice lavarme, luego la dejé sola para que se duchase tranquila. Había cumplido bien sus tareas y soy un amo bondadoso.

Salió del baño desnuda. Su cuerpo todavía se mostraba enrojecido por los golpes, pero no dejé ninguna herida en su cuerpo. Las marcas permanentes van contra mis normas. Fuimos a la cocina a servirnos una deliciosa once. En su refrigerador había productos que jamás había probado, y seguramente no probaría en otra parte. Karina, su empleada, junto con las niñas, llegó un par de horas después cargando bolsas con juguetes nuevos. Nosotros reíamos alegremente en la mesa, mientras conversábamos de nuestras vidas, como en una conversación cualquiera por el sitio web que nos presentó, pero esta vez en directo, y con una sensación de victoria que me llevaría a la tumba.

Y así fue mi primera aventura con Leonor, esta ardiente mujer que tal como yo, por curiosidad había descubierto sus pasiones ocultas dedicadas al BDSM, gracias a otra persona con un poco más de experiencia en la materia. Había ganado una amiga y una sumisa. Más adelante vendrían nuevas aventuras con ella, algunas con características muy interesantes, como una inesperada intervención de su vecina, o un día en que su sirvienta nos descubrió in fraganti. Pero son otras historias, que relataré en su debido momento. Por ahora me limitaré a dejarme llevar por el recuerdo.

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